sábado, 4 de octubre de 2014

MUNDO EN CONFLICTO: Ucrania: derrota de la oligarquía y… victoria de la oligarquía

 La caída del presidente ucraniano Viktor Yanukovich en febrero fue presentada a la opinión pública por la Unión Europea, Estados Unidos, Fondo Monetario Internacional (FMI) y los grandes medios de comunicación occidentales como el triunfo de la democracia y la modernidad frente a un anacrónico y autoritario oligarca prorruso. ¿Pero representa esos principios el nuevo presidente, Petro Petroshenki, el rey del chocolate, o es más de lo mismo? ¿Qué credibilidad tiene la defensa de Putin de los derechos humanos y la autodeterminación de la población rusa de Ucrania?

 Fotografía: Unai Aranzadi.

Oligarca depuesto, oligarca elegido. Como si de un tablero de ajedrez se tratara, la ficha Yanukóvich fue comida por el jugador UE-EEUU-FMI, para ocupar su posición con la ficha Poroshenko. Pese a la inicial derrota sufrida, el contrincante, Rusia, con gran reflejo, logró recuperar terreno y la partida quedó en tablas. Pero la crisis sigue abierta y corre el riesgo de enquistarse.

Los grandes medios de comunicación europeos y estadounidenses han jugado, una vez más, un rol clave para presentar ante la opinión pública el conflicto de Ucrania como si se tratara prácticamente de una versión siglo XXI de esa Guerra Fría que partió el mundo en dos durante casi toda la segunda mitad del siglo XX. Del lado de los malos de la película se puso a Rusia, con el ex KGB Vladimir

Putin manejando como marioneta al corrupto presidente Viktor Yanukóvich y sus huestes salvajes.
Del lado de los buenos, “los Aliados”, las irreprochables potencias de EEUU y de esa UE que ha acogido en su seno caritativamente a muchos de los países antes situados tras la Cortina de Hierro. Respaldando también generosamente, claro, al pueblo ucraniano movilizado en las calles de Kiev bajo la bandera azul con las doce estrellas amarillas de la Unión Europea.
La caricatura dibujada por los gobiernos y medios occidentales tenía su contrapartida en Rusia, donde su gobierno y los medios oficiales se ocupaban bien de ensalzar la desinteresada solidaridad de Moscú con la minoría rusa de Ucrania. Vladimir Putin, que ya demostró su destreza para salvar a su aliado sirio, Bashar Al Assad, de una intervención militar de EEUU que parecía inminente, y que jugó un papel clave para sellar el acuerdo de las grandes potencias con Irán sobre su programa nuclear, volvió a mostrar en Ucrania sus habilidades como ajedrecista y a mover ficha rápidamente para salvar sus intereses.
Fotografía: Unai Aranzadi.
 
No es batalla entre sistemas

Tras más de medio año de revueltas y violencia, con un saldo de cerca de 500 muertos, la batalla interna se libra cada vez más abiertamente entre los distintos grupos oligárquicos que se disputan el control del poder económico y político de Ucrania. No está en juego una batalla entre sistemas antagónicos. El autoritario régimen de Vladimir y los oligarcas rusos no son menos capitalistas que los que hoy día gobiernan Kiev, la UE o EEUU.

La descomposición de la URSS y la independencia de Ucrania en 1991 dio lugar al reciclaje de muchos aparatchik que desde la nueva administración aprovecharon el proceso de privatizaciones de empresas públicas y el control de las importaciones y exportaciones de petróleo, gas, productos metalúrgicos y explotación de minas del oriente del país, para enriquecerse aceleradamente.
Según valoraciones hechas por la revista Forbes en 2013, el capital acumulado por las cien personas más ricas de Ucrania equivalía en ese momento al 36 por ciento de su PIB, mientras en Rusia era del 20 por ciento, en EEUU del 7,9, y en un país como China donde en los últimos años parecen crecer como hongos los millonarios, de un 2,5 por ciento.

Esto hace que las grandes fortunas ucranianas controlen en las últimas dos décadas los hilos del poder político de una manera tan visible. El presidente Viktor Yukanovich, corrupto y autoritario, miembro de uno de los grupos oligárquicos, no fue derribado fundamentalmente por su corrupción y autoritatismo, aunque esto fuera una de las banderas de los originales manifestantes del Maidan. El detonante de aquellas manifestaciones fue la decisión de Yanukovich de ratificar a fines de noviembre de 2013 el Tratado de Adhesión con la Unión Europea. Inicialmente se retrasó ante la exigencia de la UE que liberara a su rival, Yulia Timoshenko, encarcelada por corrupción durante sus años como primera ministra. Pero fue finalmente la presión de Moscú la que le decidió a no estampar su firma.

Las primeras manifestaciones multitudinarias en Kiev tenían como eje central declarado presionar al gobierno para que firmara ese tratado. Mucha gente, especialmente jóvenes, veían en esa relación especial con la rica Europa la posibilidad de abrir el país a otros mercados y superar la grave crisis por la que atraviesa desde hace años Ucrania.

La ultraderecha
Pero, además de los miles de manifestantes espontáneos que ponían grandes expectativas en esa salida, estaban las miles de personas azuzadas por líderes políticos de la oposición, empresarios y poderosos de Ucrania (algunos ex aliados suyos), deseosos de montarse en la protesta ciudadana para desgastar y hacer caer al gobierno. Tanto esos sectores como sus apoyos externos, la UE, EEUU, el FMI y la OTAN, decididos a disputarle Ucrania a Rusia y quitarle además su estratégica base naval en Crimea (sede de la flota rusa del Mar Negro), radicalizaron la protesta y dieron alas a los numerosos grupos neonazis agrupados en el Bloque de Derecha o Sector Derecho.
Fueron sus miles de hombres, entrenados paramilitarmente y financiados por conocidos oligarcas locales, los que imprimieron cada vez más violencia a los enfrentamientos con la policía antidisturbios y lincharon a varios de sus miembros. Las fuerzas progresistas del Maidan, aglutinadas en la alianza Oposición de Izquierda y otros frentes, fueron desplazadas y perseguidas por los neonazis, a quienes se dio luz verde para convertirse en el núcleo duro de las nuevas fuerzas de seguridad ucranianas.

Los líderes de la oposición política pro occidental, que en un golpe de mano lograron tras la huida de Yanukovich a Rusia ser legitimados por la Rada (Parlamento) como gobierno provisional, se ocuparon muy especialmente de mostrar el lujo y la opulencia en la que vivía Yanukovich y su familia, pero ocultaron a su vez las propias, las de heroínas como Yulia Timoshenko.

La economía

Ocultaron también, al igual que el bloque UE, EEUU, FMI y OTAN, el doble chantaje al que se sometió a Yanukovich. Tanto el bloque occidental como Rusia le exigían exclusividad. El Tratado con la UE y las promesas de préstamos de EEUU y el FMI suponían abrir el mercado ucraniano a los productos del resto de Europa, abolir leyes que pusieran límites al inversor extranjero, modificar su política fiscal, laboral y salarial, todo lo cual implicaba dejar indefensa la producción ucraniana, incapaz de competir con los países más desarrollados. Al mismo tiempo, se le prohibía a Ucrania formar parte de la Unión Euroasiática con Rusia y otras ex repúblicas soviéticas, su mercado natural hasta el momento.

Rusia, por su lado, ofrecía a Yanukovich una rebaja del 30 por ciento en el precio del suministro de gas, la compra de buena parte de sus productos metalúrgicos y agrícolas, la entrada en la Unión Euroasiática y 15.000 millones de dólares en préstamo a bajo interés. Putin lo condicionaba a que no firmara el Tratado de Adhesión con la UE.
La docilidad de los miembros del primer gobierno provisional, presidido por Oleksandr Turchinov, del Partido de la Patria de Yulia Timoshenko, hacia las condiciones impuestas por el bloque occidental, fue correspondido por la troika con su bendición a las polémicas medidas que éste iba adoptando. Se miró para otro lado cuando Turchinov anunció que prohibiría el ruso como segunda lengua oficial en Crimea y otras regiones de población mayoritariamente rusa. No denunció tampoco cuando líderes de partidos ultraderechistas como Svoboda, integrante de ese gobierno, hicieron declaraciones abiertamente xenófobas, o cuando las milicias neonazis comenzaron ataques contra fuerzas de izquierda.

El equilibro roto

Ni los nuevos líderes ucranianos ni sus apoyos occidentales parecían entender que con esas actitudes estaban rompiendo el fragilísimo equilibrio entre las dos Ucranias que se había logrado mantener durante las últimas dos décadas, la pro occidental y la pro rusa.
Putin no desaprovecharía esa oportunidad. Rusia, en coordinación con los partidos pro rusos del Parlamento regional de Crimea, prepararon la respuesta. Miles de hombres verdes, soldados rusos sin insignia ni identificación de ningún tipo, ocuparon sorpresivamente todos los lugares públicos de Crimea, reivindicándose como milicias de autodefensa crimeanas. Cercaron las bases militares ucranianas obligándolas a rendirse, mientras se convocaba rápidamente un referéndum (tan irregular como el nombramiento del gobierno provisional de Kiev) que aprobó mayoritariamente la vuelta a la Madre Patria de Crimea. Para desconcierto de Kiev, de Bruselas, de Washington, en cuestión de días Ucrania había perdido una parte de su territorio de gran valor estratégico.
Con esa ficha ganada, el presidente ruso siguió su contraofensiva. Mientras sus tropas realizaban grandes maniobras militares en la frontera con Ucrania, cientos de asesores políticos y militares rusos ayudaban a organizar secretamente a los rebeldes separatistas de otras zonas del este ucraniano. Las espontáneas milicias rebeldes comenzaron a usar armamento cada vez más sofisticado, derribando helicópteros, aviones de combate y de transporte enviados por el gobierno de Ucrania para aplastar la revuelta.

Occidente amenazó con sanciones a Rusia, pero se encontró con sus manos atadas. Buena parte de la UE, especialmente países como Alemania, dependen del gas y petróleo ruso… que pasa por Ucrania. A pesar de ello, la presión de EEUU hizo que se adoptaran algunas tímidas sanciones económicas. Y Putin volvió a sacar otro as de la manga. En mayo pasado firmaba con China un macro acuerdo para suministrarle gas durante 30 años, por un valor de 300.000 millones de dólares. En esos mismos días ponía además en marcha la Unión Euroasiática junto a Bielorrusia y Kazajstán.
Ante el desconcierto occidental, Putin siguió con su juego estudiadamente contradictorio. Pidió a los rebeldes que no realizaran nuevos referendos independentistas, mientras daba por primera vez su visto bueno a las presidenciales ucranianas (25 de mayo) y reclamaba a Kiev un Estado federal, con amplia autonomía y derechos para las regiones de mayoría rusa.

Putin dio incluso un paso más allá. Envió al embajador Mijaíl Zurábov al acto de proclamación como presidente del ganador de las elecciones, Petro Poroshenko, que obtuvo el 54,7 por ciento de los votos, evento al que asistió el bloque occidental en pleno.
Pero Poroshenko no cedió lo que Putin esperaba. En su primer discurso como nuevo jefe de Estado, y tras confirmar su compromiso de firmar rápidamente el Tratado con Europa (“primer paso para nuestra entrada en la UE”, dijo) y asegurar que recuperará Crimea, habló de paz, pero se negó a negociar con los rebeldes y les exigió su rendición. Putin ajustó entonces un poco más las tuercas: anunció el corte del suministro de gas a Ucrania por impago de su millonaria deuda.

Poder político e intereses

El líder ruso está demostrando a Occidente que se debe contar con Rusia, que no se resignará sin más a ver cómo la UE y la OTAN se acercan cada vez hasta sus propias puertas. Poroshenko ha decidido mantener como primer ministro a Arseni Yatseniuk, quien ocupara esa función al frente del segundo gobierno provisional, a pesar de que éste pertenece a un partido tradicionalmente rival, el de la ex primer ministra Yulia Timoshenko, otra oligarca enriquecida por las compras de gas a Rusia, por lo que fue juzgada y encarcelada hasta la caída de Yanukovich, del que también era rival.
El nuevo presidente pretendería conformar un gabinete en el que se sientan representados distintos grupos oligárquicos para evitar que estos se conviertan en duros opositores que acaben minando su poder. Ésa sería también una exigencia del bloque UE-EEUU-FMI, donde tampoco hay unanimidad sobre cuál debe ser el grupo al que potenciar y tener como interlocutor.

Poroshenko reproduciría una suerte de pacto entre grupos oligárquicos que ya se ensayó en el pasado, durante el primer mandato del primer gobierno de Leonid Kuchma (1994-1999), pero se resquebrajó en el segundo (1999-2004), volviéndolo a practicar otros grupos durante el gobierno de Viktor Yuschenko (2004-2010) y hasta parcialmente en el último gobierno, el de Viktor Yanukovich.
Las alianzas son efímeras, los cambios de bando son constantes, dependiendo los intereses económicos y de poder de los poderosos oligarcas en cada momento. Poroshenko ha estado con unos y con otros, según soplaba el viento. Militó en los 90 en el partido de Kuchma, el PUSDU (Partido Unido Social-Demócrata de Ucrania), pero a inicios del 2000 creó su propia formación, Solidaridad, y un año más tarde estaba de nuevo con Kuchma en la coalición Partido de las Regiones, el mismo al que pertenecía, paradójicamente, el recientemente depuesto presidente Yanukovich.
Luego apoyaría a un opositor de Kuchma, a Yuschenko, y llegaría a ser ministro de éste en su segundo mandato, mientras su gran rival, Yulia Timoshenko (del clan Diepropetrovsk, como Yuschenko) ejercía de primer ministro. Ese nuevo pacto entre sectores oligárquicos saltó por los aires. Los escándalos de corrupción llevaron a Yuschenko a deshacerse tanto de Timoshenko como de Poroshenko.

Las andaduras políticas de Poroshenko, que mientras tanto acumulaba cada vez más poder económico, con su control de la industria del chocolate y la repostería, con sus inversiones en el agro, en empresas automotrices, transportes, canales de televisión y un largo etcétera, le llevarían a participar en 2012 en el gobierno de otro peso pesado de la oligarquía, Nikolai Azarov. Poco después sería nombrado ministro de Comercio de Yanukovich. Sólo en ese momento, para salvar su imagen, se vio obligado a dejar el cargo de nada menos que presidente del Banco Nacional de Ucrania, puesto que ostentaba desde 2007.

Ahora, con más poder que nunca, Poroshenko reparte poder entre clanes. No solo ha refrendado en su cargo al primer ministro provisional sino también a dos nombramientos que éste hizo previamente. Uno de ellos es el oligarca Sergei Taruta, nombrado gobernador de Donetsk, hombre de Rinat Akhmetov, el más rico de Ucrania; y otro, el magnate Ihor Kolomoyski, cuarta fortuna del país, residente habitualmente en Suiza, nombrado gobernador de Dnipropetrovsk, región con una poderosa industria metalúrgica como Donetsk y el enclave más al este del país que controla el gobierno de Kiev.

Kolomoyski debe gobernar la tercera ciudad del país, última frontera con las provincias donde se han hecho fuertes los rebeldes pro rusos. Pieza importante también del clan Dnipropetrovsk, como el propio primer ministro y como Timoshenko, es dueño de la cadena de bancos Privatbank, de empresas gasísticas, petroleras y cadenas de televisión y protector de los muchos ricos que se reparten el botín de la industria local. No dudó en desembolsar millones de euros para comprar material militar y entrenar y financiar a miles de voluntarios dispuestos a combatir contra las milicias prorrusas de las poblaciones vecinas.

Sus ojos están puestos hoy día en Occidente. Ve una gran oportunidad para sus negocios en el Tratado de Asociación con la UE y no está dispuesto a que los rebeldes del este del país se la arruine. El clan del autoexilado expresidente Yanukovich ha caído temporalmente en desgracia y Putin ha perdido un aliado, pero la partida aún no ha terminado. Con tantos oligarcas como hay en Ucrania seguramente el presidente ruso encontrará con quien volver a cerrar nuevas alianzas. En tanto, hombres y mujeres de a pie de cada una de las Ucranias se siguen matando entre sí.

Roberto Montoya es periodista y escritor especializado en política internacional. Su último libro es Drones, la muerte por control remoto (Akal, Madrid, 2014).
 
Roberto Montoya
Gracias a: Revista de los Pueblos

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