Hani Shukrallah · · · · · |
La
revolución egipcia significó un triunfo de lo urbano, pero la contrarrevolución
mira al invencible medio rural para reforzarse.
El Cairo, Al-Qahira, significa, literalmente, “el
vencedor”, o la ciudad vencedora. Max Rodenbook, en el título de su fascinantes
historia de la capital egipcia, lo recuerda,
El Cairo: Ciudad Victoriosa. Y
durante una gran parte de su milenaria historia, los egipcios han equiparado El
Cairo con el nombre árabe de todo el país. El Cairo fue Misr, y fue umm el-donia,
o la “Madre del Mundo”, que proporcionó el título de otra maravillosa historia
de la ciudad, del difunto Desmond Stewart: Gran
Cairo: Madre del Mundo. Por su parte, Andre Raymond tituló su brillante
historia académica de la capital egipcia: El
Cairo: Ciudad de la Historia.
Aunque El Cairo no
recibió su nombre actual hasta el año 969, bajo los fatimíes, que también
fundaron la universidad de Al-Azhar (972), ha sido siempre el centro
administrativo del país, y su corazón comercial e intelectual, desde la
conquista musulmana de Egipto bajo el mando de Amr Ibn al-As en el año 640, y
su fundación por al-Fustat dos años después.
La primacía de lo
urbano en los 5000 años de historia de Egipto es generalmente reconocida, ya
sea cuando el principal centro urbano del país estaba en Memphis, Tebas,
Alejandría, o - en los últimos unos 1.400 años - en el espacio urbano que
llamamos El Cairo. Si, tal primacía ha dado lugar a un montón de tonterías
sobre sociedades hidráulicas, y una de las expresiones más absurdas del
orientalismo europeo del Siglo XIX, a saber, la teoría del Despotismo Asiático
o del estancamiento asiático.
Tengo que añadir
también la reserva de que la historia es siempre escrita por los más poderosos,
bien ese poder se derive del conocimiento, la coacción o ambos.
Inevitablemente, esto tendería a sesgar nuestra perspectiva moderna de la
historia social y político de Egipto a favor de la población urbana y en contra
de la población rural. Las historias heredadas de Egipto, que nos han
transmitido luminarias tales como al-Maqrizi (1364-1442), Ibn Ayas (1448-1523)
y hasta al-Jabarti (1753-1825) eran fundamentalmente historias urbanas de
Egipto.
A pesar de este
sesgo, no hay vuelta atrás en la primacía de lo urbano en la historia de
Egipto, por lo menos cuando se compara con la de Europa durante los largos
siglos del Oscuro Medievo.
Incluso cuando el
centro de atención de la historia pasa del poder y la coerción a la resistencia
y la revolución, sigue siendo en la ciudad.
En la era moderna,
las revoluciones y las insurrecciones egipcias han sido fenómenos
fundamentalmente urbanos, aunque en muchas ocasiones el apoyo y / o la participación
de los campesinos fue crucial para su supervivencia. Se extiende desde los dos
levantamientos de El Cairo contra la conquista napoleónica (en 1798 y 1800,
respectivamente), hasta la revolución egipcia de enero/febrero de 2011: los
grandes movimientos de rebelión egipcios comenzaron siempre en las ciudades,
con El Cairo como su corazón.
Y, sin embargo, por
muy matizada que sea nuestra perspectiva sobre la historia moderna
revolucionaria de Egipto, sigue siendo innegable el hecho que no hemos conocido
el tipo de revoluciones campesinas que triunfan tomando las ciudades, tan
familiar en las experiencias revolucionarias de gran parte de América Latina y
el Sudeste de Asia durante los siglos XIX y XX.
Y en esta primacía
de lo urbano es en la que ha residido y reside aún hoy tanto el poder como la
debilidad de la revolución egipcia.
Es la que explica,
al menos en parte, la gran paradoja de una revolución que es capaz de sacar a
cientos de miles de personas a las calles, una y otra vez durante casi dos
años, pero no es capaz de traducir tal preeminencia en las urnas.
Se explica así el notable
genio ilustrado, la modernidad y la creatividad de una revolución que habla de
libertad, democracia y derechos humanos, de tolerancia e igualdad para todos
los egipcios, independientemente de su sexo o creencia religiosa, y de justicia
social con libertad.
Y por encima de
todo, ha sido, y sigue siendo, una revolución que santifica el derecho a la
rebelión, glorifica el coraje personal, tiene la "obediencia" en el
más profundo desprecio (ergo, la calificación de los partidarios de los
Hermanos Musulmanes de "ovejas"), y proclama la libre expresión del
individuo, incluso antes que la de la masa, como un valor supremo (basta
observar la explosión de graffitis y pancartas pintadas personalmente a medida,
que han sido una característica única y dominante de la revolución egipcia).
No sólo la
revolución egipcia ha sido un fenómeno mayoritariamente urbano (con el campo,
básicamente, al margen). Pero como ha demostrado una votación tras otra desde
la Declaración Constitucional de marzo de 2011, hasta el último referéndum de
diciembre, el campo ha actuado como un baluarte o reserva estratégica para la
contrarrevolución, que ha sido capaz de enfrentar lo electoral a la
"legitimidad" revolucionaria, mientras hacía malabares con los dos,
de forma arbitraria y caprichosa.
No le den más
vueltas. El proyecto de los Hermanos Musulmanes es nada menos que una
contrarrevolución en toda regla. Si tienen alguna duda, sólo tienen que leer la
constitución redactada exclusivamente por ellos y sus aliados salafistas, o
mejor aún, ver al líder salafista Yasser Borhami en YouTube tranquilizar a sus
seguidores en el sentido de que los artículos sobre las libertades civiles en
la Constitución no son más que una fachada, poniendo de relieve los artículos
pertinentes deliberadamente redactados para mutilarlas.
Mientras tanto, se
nos promete una nueva ley, que será promulgada por el electoralmente
"legítimo" Consejo de la Shura, aunque sólo un 5% del electorado
participó en la votación de sus miembros "electos" y el presidente
nombró a otro tercio, aumentando si cabe su mayoría islamista, y con una sola
mujer copta como dudoso edulcorante.
La pieza prometido
de legislación está pensada para prohibir efectivamente las manifestaciones y
huelgas (que incluye la extraña y original estipulación de que una huelga no
debe detener la producción). Estos dos instrumentos básicos de protesta son,
huelga decirlo, los derechos básicos conquistados por la revolución, por no
hablar de que fue gracias a ellos como Mubarak fue derrocado, el Sr. Morsi
salió de la cárcel, y puesto en el camino hacia el palacio presidencial de
Heliópolis , adornado de graffitis como no podía ser de otra manera.
Es verdad que
“ruralización” es un término raro, una especie de trabalenguas. Pero -y esto
para beneficio de la masa de mis e-críticos HM, que no pueden contener ya sus
dedos para informarme eruditamente que no existe tal palabra- es un adverbio,
que se encuentra en la mayoría de los diccionarios contemporáneos.
(La e-turba de MB
e-anglófonos, que parece tener preferencia por el uso de seudónimos europeos,
recientemente decidió corregir mi referencia, en un artículo reciente, a la Historia de la decadencia y caída del
Imperio Romano de Gibbon, informándome eruditamente que era de hecho El auge y la caída del susodicho
imperio, resultado, a la vez, de la pereza y muy probablemente de una educación
en Estados Unidos, porque dudo que haya un solo graduado de escuela secundaria
británica que no esté familiarizado con la famosa obra).
El árabe, taryeef, ha estado con nosotros desde
hace algún tiempo. Muy a menudo, se ha utilizado para referirse al proceso de
urbanización desordenada que siguió a la derrota de junio de 1967, y que ha
operado sin trabas desde los años setenta. A medida que el estado egipcio
renunció, un gobierno tras otro, a sus funciones básicas, a excepción del
saqueo y la represión, la migración rural hacia los centros urbanos del país
fue creando en todas partes nuevos asentamientos urbanos en expansión que,
física, culturalmente y en términos de estilos de vida parecen enormes pueblos
henchidos trasplantados al paisaje urbano.
Fueron esos
asentamientos los que proporcionaron el caldo de cultivo de los jihadistas de
los años 90, y lo continúan siendo para los salafistas y otros de tendencias
más retrógradas y extremas del islamismo egipcio.
Tampoco es enfrentar
lo rural y lo urbano algo terriblemente novedoso en Egipto. El presidente
Sadat, ante el reto cada vez más potente de la izquierda liderada por los
movimientos estudiantiles y obreros, que se hacía llamar "el presidente
fiel", pidió el retorno a "los valores del pueblo" e incluso
ordenó a sus lacayos inventar una nueva legislación represiva que fue llamada
"la ley de la vergüenza". Consciente elegante, el amplio guardarropa
del difunto presidente incluía prominentemente unas túnicas magníficamente
cortadas a la medida, propias de un (muy) rico campesino egipcio.
En términos
electorales, pucherazos aparte, el campo egipcio ha sido durante décadas una
herramienta extraordinariamente flexible del poder. Que votaba casi invariablemente
en proporciones mucho más altas que sus contrapartes urbanas, con las mujeres
rurales votando significativamente en proporciones aún mayores que los hombres,
el electorado rural del país es, literalmente, conducido como ganado a las
urnas, e invariablemente entrega sus votos al cacique en vez de a la política.
Este patrón sigue
siendo tan cierto después de la revolución de 2011 como antes. He señalado
antes que las revoluciones triunfantes tienden a arrastrar a los rezagados. Más
específicamente, las revoluciones urbanas, como la variedad egipcia, están
obligadas a ganar el apoyo de los campesinos para poder sobrevivir, y lo hacen
actuando para satisfacer sus necesidades más urgentes, es decir, un mayor y más
justo acceso a la propiedad nominal o efectiva de la tierra que labran.
Los dirigentes de
los Hermanos Musulmanes, habiéndose ellos mismos “ruralizado”, parecen
plenamente conscientes de la fuerte dicotomía rural-urbana, que ha llegado a su
máxima cristalización después del triunfo de lo urbano encarnado en la
revolución egipcia. Incluso antes de la revolución, la tendencia reformista
dentro de la Hermandad había advertido de la ruralización de su movimiento que,
estaban convencidos, era y debía ser fundamentalmente urbano y moderno. Esta
ruralización, argumentaban, fue la que finalmente permitió la hegemonía
completa del movimiento por los sectores más reaccionarios, los Qutbis y los
salafistas.
En un artículo de
2008 (que apareció en la traducción en Inglés que se cita a continuación, en Al-Ahram Weekly de 23 de octubre de
2008), el fallecido Tammam Hossam escribe: "Los Hermanos Musulmanes solían
ser un grupo urbano en su composición y funcionamiento. Pero ahora sus patrones
culturales y sus lealtades son cada vez más rurales ... En los últimos años, la
Hermandad se ha llenado de elementos rurales. Su tono es cada vez más
patriarcal, y sus miembros comienzan a mostrar ante sus superiores el tipo de
deferencia asociada con las tradiciones del campo. Se refieren a sus altos
funcionarios como el "tio hajj", "el gran hajj", "nuestro
bendito", "el hombre bendito de nuestro círculo", "la
corona de nuestras cabezas", etc A veces, incluso se besan las manos y las
cabezas de los líderes".
La retórica
utilizada por la Hermandad y sus aliados salafistas contra sus oponentes es
igualmente reveladora de una manipulación deliberada, consciente, de la
dicotomía urbano rural. Los dirigentes del Frente de Salvación Nacional son
caricaturizados como parte de una próspera, incluso licenciosa
"elite" urbana, más preocupados por salvaguardar sus "cómodos"
estilos de vida, sus bares y clubes, que con la suerte del hombre común, este
último invariablemente descrito como socialmente conservador y culturalmente
reaccionario, temeroso de Dios y obediente, es decir, un aldeano arquetípico.
Lo más destacable ha
sido el hecho claramente observable que, a fin de poner en práctica sus planes
más perniciosos y fascistas, como los ataques de los matones de sus milicias
contra manifestantes pacíficos, el liderazgo de la Hermandad no podía depender
de sus afiliados urbanos, sino que siempre ha tenido que traer en autobuses de
las provincias vecinas a estos aspirantes a jóvenes hitlerianos.
Tanto en las
elecciones presidenciales como en el reciente referéndum constitucional, las
grandes ciudades de la nación, con El Cairo al frente, votaron a favor de la
democracia y de la revolución, el campo a la contrarrevolución. Fue
dolorosamente obvio en las elecciones presidenciales, y no menos cierto, aunque
menos fácilmente observable, en el referéndum constitucional reciente.
Si se separa en la
última votación el resultado de los principales centros urbanos del país de sus
alrededores rurales, o ruralizados, casi siempre encontrará un claro
"No" en las ciudades y un voto "Sí" en el campo.
Sin embargo, y por
el momento, el equilibrio de fuerzas en el país es muy equilibrado. Egipto
sigue siendo un país profundamente dividido. Constitución o no, la Hermandad y
sus aliados salafistas no son capaces de llevar su proyecto autoritario a buen
término.
El Egipto de 2012-13
es una sociedad mayoritariamente urbana (con una proporción urbano-rural
alrededor de 60- 40%). El hecho de que aún no se expresa en las urnas depende
de un número de factores, incluyendo la existencia de grandes mayorías a favor
de la democracia en las ciudades en comparación con abrumadoras mayorías
pro-autoritarias en el campo; el transporte en autobuses, camiones o tractores
de los votantes rurales - en masa - a los centros de votación en comparación
con el voto individual, muchas veces descontento, desconfiado y fácil de perder
de los ciudadanos urbanos.
En efecto, la
Constitución fue aprobada no sólo en virtud de un abrumador "Sí" en
el campo, sino también porque una gran parte del potencial "No"
urbano se abstuvo. Agréguese un cierto puchezaro, intimidación y disuasión ante
las urnas del voto de protesta y el resultado 64-36% parece inevitable.
Por su parte, la
estructura de poder sigue estando profundamente fracturada. La gobernante
Hermandad no tiene control ni del ejército ni de la policía. Y no por falta de
ganas, pero todavía tienen que conseguir poner de rodillas a la administración
de justicia del país.
Pero igualmente
están fracturadas están la revolución y la causa de la democracia en Egipto; la
revolución sigue estancada y secuestrada y una auténtica democracia egipcia
sigue siendo un sueño inalcanzable.
Y seguirá siendo así
mientras el Egipto rural sigua siendo una reserva de la contrarrevolución. Ni
los programas de entrevistas en TV ni las conferencias de prensa cambiaran este
hecho, ni tampoco decenas, incluso cientos de miles de manifestantes en las
calles de las ciudades, una y otra vez.
Los campesinos son
suspicaces por naturaleza. Como debe ser. Han sido oprimidos, abandonados y
engañados demasiadas veces y durante demasiado tiempo por sus gobernantes
urbanos de todo tipo. Para ganar su confianza, para romper el monopolio del
patrocinio estatal y religioso sobre su voluntad política, hay que ir a la
puerta de sus casas. Y hay que hacer que la revolución y sus objetivos
democráticos sean relevantes para sus vidas.
Los treinta años de
autoritarismo de Mubarak ya no pueden servir de pretexto para el persistente
amateurismo político de las fuerzas revolucionarias y democráticas. Cuando el
Frente de Salvación Nacional finalmente consensuó llamar a la gente a ir a las
urnas y votar "No", lo hicieron como si les sorprendiera su fracaso
anterior de boicotear, con toda legitimidad, que se sometiese a votación
un borrador de constitución
completamente ilegítimo.
Sin embargo, debería
haber sido una hipótesis de trabajo, incluso la eventualidad más probable, para
la que debían haberse preparado lo mejor posible desde el principio.
Y ya es hora de
romper el lente distorsionador de la dicotomía fuerzas "cívicas"
frente a fuerzas islamistas, que en el
Alto Egipto se traduce en ateos y coptos contra el Islam. Una crisis
revolucionaria es el momento de la primacía de la política, desde luego no de
la ideología. El hecho de que del islamismo egipcio, de hecho desde el corazón
mismo de la Hermandad, este surgiendo una tendencia democrática cada vez más
fuerte es algo que debe ser acogido y apreciado, no despreciado y marginado.
La revolución no es
sólo protestar, por muy brillante y valiente que hayan sido y sigan siendo las
protestas. Se trata también de astucia política y capacidad organizativa. Se
trata de la capacidad de traducir los objetivos de la revolución en estrategia
y táctica, y las múltiples formas de organización política y popular capaces de
llevarlas a la práctica.
A medida que nos
acercamos al segundo aniversario de la revolución egipcia, ¿no es también hora
de que los objetivos de la revolución se tradujeran en propuestas concretas y
exigencias programáticas, a corto, medio y largo plazo?
La justicia social
no es solamente un sentimiento noble a satisfacer de manera repetitiva. Es y
debe significar un conjunto concreto de propuestas para el aquí y ahora, para
los pobres y los desposeídos, tanto de la ciudad como del campo.
En fin, ya es hora
de que la revolución y las fuerzas democráticas del país se pongan manos a la
obra.
Hani Shukrallah es el editor en jefe de Ahram Online.
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