jueves, 1 de mayo de 2014

LA VERDAD OCULTA: Santos papas de la Iglesia: un renovador conciliar y un trotamundo mediático, encubridor de pedófilos


vaticano juan xxiii Por decisión del papa Francisco, desde hoy la Iglesia Católica tendrá dos nuevos santos. Son precisamente dos de los antecesores del actual pontífice: Juan XXIII, un italiano nacido en 1881 y fallecido en 1963, iniciador de la renovación conciliar del Vaticano II, y Juan Pablo II (1920-2005), el polaco que rompió con la lógica de sus predecesores y ganó popularidad recorriendo el mundo y saturando con su imagen las pantallas de televisión.

¿Qué es un santo para la Iglesia Católica? De manera sucinta puede decirse que la santidad es la forma que tiene la Iglesia de reconocer a alguien como modelo para el resto de los fieles poniendo de manifiesto sus virtudes. Los expertos eclesiásticos en este tema suelen advertir que la santidad no equivale a la perfección. En otras palabras: los santos y las santas han sido seres humanos con muchas virtudes, pero también con errores y contradicciones. Esta aclaración surge especialmente a partir de la decisión eclesiástica de reconocer la santidad de católicos contemporáneos a quienes también se les señalan errores o, aún más grave, claudicaciones o serias contradicciones. Quizás por la necesidad de proponer ejemplos imitables para los católicos y para la sociedad, durante el pontificado de Juan Pablo II se aceleraron los procesos y se multiplicó el número de santos.

En el caso de Juan XXIII y Juan Pablo II entran en juego una serie de factores que también ponen en evidencia la manera como el papa Bergoglio suele moverse en el escenario vaticano. Ambas causas de canonización estaban en marcha cuando Francisco fue elegido.
Juan XXIII (Angelo Roncalli) fue el pontífice que abrió las ventanas de la Iglesia Católica para conectarla con el mundo, reabriendo el diálogo con la historia secular y propiciando el más importante proceso moderno de cambio institucional a través del Concilio Vaticano II. Allí están las razones del reconocimiento de quien a través de un pontificado muy breve (1958-1963) fue bautizado como “el Papa bueno”, entre otros motivos por la transparencia y la sencillez de sus raíces campesinas.

El proceso de canonización de Karol Wojtyla fue iniciado el 3 de mayo del 2005, apenas un mes después de su muerte, cuando las normas vaticanas indican que ello no debería hacerse sino tras haber transcurrido al menos cinco años del fallecimiento. No menos cierto es que, según el derecho eclesiástico, toda norma cesa ante la autoridad del Papa. Y fue Benedicto XVI (Jozef Ratzinger) quien ordenó abrir la causa de canonización de Juan Pablo II.
En el caso de Benedicto pueden haber jugado varios factores. Wojtyla representaba un estilo conservador que el propio Ratzinger co-construyó con el polaco, pero además Juan Pablo II había adquirido, como resultado de su carisma y de sus viajes por el mundo, una gran popularidad aún más allá de las fronteras de una Iglesia necesitada de referentes. Destacando a Juan Pablo como modelo, Ratzinger se reafirmaba a sí mismo.

La celeridad con la que se llevó adelante el proceso –algo similar ocurrió con el fundador del Opus Dei, Josemaría Escriva de Balaguer– no dejó de llamar la atención y también despertó críticas. Estas últimas surgieron en primer término de los familiares de las víctimas de abusos sexuales por parte de ministros de la Iglesia, considerando que Wojtyla nunca tomó medidas contra quienes cometieron estos delitos. En particular se le señala connivencia con el sacerdote mexicano Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, pedófilo y a la vez importante contribuyente de fondos económicos para la Santa Sede.

Desde el comienzo de su pontificado Francisco cambió el estilo de gobierno en la Iglesia y, por lo menos en sus gestos, intenta dar otro mensaje al mundo y a los católicos. Pero al decidir la canonización en forma conjunta de Juan XXIII y Juan Pablo II demuestra también su habilidad para equilibrar la balanza entre dos “modelos” que bien podrían considerarse contradictorios. Roncalli fue el artífice de la renovación conciliar y a Wojtyla, además de las críticas antes mencionadas, se le pueden adjudicar muchas decisiones conservadoras que hicieron retroceder los avances conciliares. Francisco suele reivindicar el Vaticano II, pero exalta el carisma y la popularidad de Juan Pablo II. Al canonizarlos simultáneamente Bergoglio envía un mensaje también presente en otras decisiones: quiere ampliar las fronteras del catolicismo, incluyendo a todos más allá de las diferencias.

Para el futuro quedan muchas preguntas que Francisco tendrá que ir resolviendo también en este tema de las canonizaciones y que irán develando cuál es la estrategia que Bergoglio tiene para ir proponiendo “modelos”. Decidió impulsar la causa del arzobispo mártir de El Salvador, Oscar Arnulfo Romero, asesinado por los militares el 24 de marzo de 1980, desbloqueando un proceso que estuvo paralizado durante el pontificado de Juan Pablo II. Pero tratándose de Argentina poco se ha hecho hasta el momento para reconocer la condición martirial de figuras como el obispo Enrique Angelelli, asesinado en La Rioja el 4 de agosto de 1976, o del cura Carlos Mugica, de cuyo martirio se cumplen cuarenta años el próximo 11 de mayo.

Al margen de lo anterior vale preguntarse también si Francisco –que cambió el estilo papal e insinúa cambios de fondo que todavía esperan su concreción– será capaz de modificar la tendencia que tiene la Iglesia Católica de instituir como santos a sacerdotes, religiosos y religiosas, relegando a un segundo lugar a los fieles laicos a quienes, según parece, es más difícil reconocerle méritos y virtudes desde la perspectiva vaticana. Sin perder de vista que son los clérigos instalados en las más altas posiciones de la institucionalidad jerárquica quienes dictaminan sobre la santidad de las personas.
Addendo

La historia negra de Juan Pablo II, encubridor de pedófilos
Juan Pablo II y el pederasta sacerdote mexicano Marcial Maciel
Juan Pablo II y el pederasta sacerdote mexicano Marcial Maciel
“¿Víctimas? ¿Qué víctimas?”, preguntó el cardenal Velasio de Paolis. Luego agregó: “No sólo están esas víctimas”. Después hubo un silencio de cuerpo y alma seguidos por la mirada un tanto extraviada del superior general de los Legionarios de Cristo, nombrado en 2010 a ese cargo por el entonces papa Jozef Ratzinger|EDUARDO FEBBRO/Págna12

. A la pregunta de De Paolis le siguió una respuesta: las víctimas no eran sólo los miles de menores que sufrieron los apetitos sexuales de las sotanas hipócritas, sino también el mismo Vaticano. Las víctimas no eran únicamente los menores o adultos abusados y violados por el padre Marcial Maciel, el fundador de esa industria de los atentados sexuales que fue, durante su mandato, los Legionarios de Cristo. La víctima era la Santa Sede, que fue “engañada”.

Juan Pablo II, el papa que, entre otros tantos horrores, promovió y encubrió a los pedófilos y violadores de la Iglesia, recibió, al mismo tiempo que Juan XXIII, la canonización. Más allá del espectáculo obsceno montado para esta ocasión, del millón de fieles en la plaza San Pedro, de los tres satélites suplementarios para difundir el acto, más allá de la fe de mucha gente, la canonización del papa polaco es una aberración y un ultraje para cualquier cristiano del planeta. Declarar santo a Karol Wojtyla es olvidarse del abrumador catálogo de pecados terrestres que pesan sobre este papa: amparo de los pedófilos, pactos y regateos con dictaduras asesinas, corrupción, suicidios jamás aclarados, asociaciones con la mafia, montaje de un sistema bancario paralelo para financiar las obsesiones políticas de Juan Pablo II –la lucha contra el comunismo–, persecución implacable contra las corrientes progresistas de la Iglesia, en especial la de América latina, o sea, la frondosa y renovadora Teología de la Liberación.

El “¿Víctimas? ¿Qué víctimas?” pronunciado en Roma por el cardenal Velasio de Paolis encubre toda la impunidad y la continuidad aún arraigada en el seno de la Iglesia. Jurista y experto en Derecho Canónico, De Paolis formaba parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe en la época en que –años ’80– se acumulaban las denuncias contra Marcial Maciel. Sin embargo, fue él quien firmó la segunda absolución del sacerdote mexicano. El ex padre mexicano Alberto Athié contó a Página/12 cómo Maciel solía repartir sobres con dinero y favores para comprar el silencio de las jerarquías. Athié renunció en el año 2000 al sacerdocio y se dedicó a la investigación y denuncia de los abusos sexuales cometidos por clérigos y organizaciones. El destino de Maciel lo selló Benedicto XVI a partir de 2005. En 2004, antes de la muerte de Karol Wojtyla, Maciel fue honrado en el Vaticano. Ese mismo año Ratzinger reabrió las investigaciones contra los Legionarios.

El “dossier” Maciel había sido bloqueado en 1999 por Juan Pablo II y mantenido en estado de invisible por otra de las figuras más turbias de la curia romana, Angelo Sodano, el ex secretario de Estado de Giovanni Paolo. Sodano es una perla digna de figurar en un curso de maniobras sucias. Angelo Sodano, que es decano del Colegio de Cardinales, tenía negocios con los Legionarios de Cristo. Un sobrino suyo fue uno de los asesores nombrados por Maciel para construir la universidad que los Legionarios de Cristo tienen en Roma, la Universidad pontificial Regina Apostolorum.
Sodano, que fue el número dos de Juan Pablo II durante casi 15 años, tenía un enemigo interno, Jozef Ratzinger, un club de simpatías exteriores cuyos dos miembros más inminentes son el dictador Augusto Pinochet y el violador Marcial Maciel. Sodano y Ratzinger libraron una batalla sin tregua: el primero para proteger a los pedófilos, el segundo para condenarlos.

En 2004, Jozef Ratzinger obligó a Marcial Maciel a dimitir y retirarse de la vida pública. Dos años después, ya como Benedicto XVI el papa lo suspendió a divinis. Las investigaciones reabiertas por Ratzinger demostraron que Maciel era un pederasta, tenía dos mujeres, tres hijos, se movía con varias identidades diferentes y manejaba fondos millonarios. Las denuncias previas nunca habían pasado el paredón levantado por Sodano y el hoy Santo Juan Pablo.

La carrera de Sodano es toda una síntesis del papado de Karol Wojtyla, en donde se mezclan los intereses políticos, las visiones ideológicas ultraconservadoras, la corrupción y las manipulaciones. Angelo Sodano fue nuncio en Chile durante la dictadura de Pinochet. El diplomático mantuvo una relación amistosa con el dictador y ello le permitió fraguar la visita a Chile que Juan Pablo II hizo en 1987. Su hermano Alessandro fue condenado por corrupción tras la operación Manos Limpias. Su sobrino Andrea corrió la misma suerte en los Estados Unidos. El FBI descubrió que Andrea y un socio se dedicaban a comprar –mediante información privilegiada– por un puñado de dólares las propiedades inmobiliarias de las diócesis de Estados Unidos que estaban en bancarrota debido a los escándalos de pedofilia.

Pero el mundo sucumbió al grito de “santo súbito” que reclamaba la canonización de un hombre que presidió los destinos de la Iglesia en su momento más infame y corrupto. El papa “viajero”, el papa “amable”, el papa “de los jóvenes”, el papa “catódico” era un impostor ortodoxo que desprotegió a las víctimas de los abusos sexuales y a los propios pastores de la Iglesia cuando éstos estuvieron en peligro de muerte. Su visión y sus necesidades estratégicas siempre se opusieron a las humanas.
Ocurre que en la trama de esta historia hay también mucha sangre y no sólo la de los banqueros mafiosos como Roberto Calvi o Michele Sindona con quienes Juan Pablo II se asoció para alimentar con fondos secretos las arcas del IOR (banco del Vaticano), fondos que luego servirían para financiar la lucha contra el comunismo en Europa del este o la Teología de la Liberación en América latina. Juan Pablo II dejó sin protección a los padres que encarnaban en América latina la opción por los pobres frente a las dictaduras criminales y sus aliados de las burguesías nacionales.

En 2011, cincuenta destacados teólogos de Alemania firmaron una carta en contra de la beatificación de Juan Pablo II por no haber respaldado al arzobispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980 por un comando paramilitar de la extrema derecha salvadoreña mientras celebraba una misa. Romero sí que es y será un santo. El arzobispo enfrentó a los militares para rogarles que no asesinaran a su pueblo, recorrió barriales, zonas castigadas por la represión y la violencia, defendió los derechos humanos y los pobres. En suma, no esperó a que Bergoglio llegara a Roma para hablar “de una Iglesia pobre para los pobres”. No. La encarnó en su figura y lo pagó con su vida, como tantos otros padres a quienes el Vaticano tildaba de marxistas o comunistas sólo porque se implicaban en causas sociales.

Juan Pablo II es un santo impostor que traicionó a América latina y a quienes, desde una modesta Iglesia, osaron decirles no a los asesinos de sus pueblos. Si Juan Pablo II contribuyó en Europa del este a la caída del bloque comunista, en América latina favoreció la caída de la democracia y la permanencia nefasta de las dictaduras y su ideología apocalíptica. Un detalle atroz se suma a la ya incontable deuda que el Vaticano tiene con la justicia y la verdad: el expediente de beatificación de monseñor Oscar Arnulfo Romero sigue bloqueado en los meandros políticos de la Santa Sede. Juan Pablo II beatificó a Josemaría Escrivá, el polémico fundador del Opus Dei y uno de sus protegidos. Pero dejó afuera a Romero, incluso cuando estaba con vida y las amenazas contra él se precisaban cada semana. “Cada vez más soy el pastor de un país de cadáveres”, solía decir Romero.
Juan Pablo II fue electo en 1978. Al año siguiente, monseñor Romero le entregó un informe sobre la espantosa violación de los derechos humanos en El Salvador. El papa lo ignoró y le recomendó a Romero que trabajara “más estrechamente con el gobierno”. Como lo recuerda a Página/12 Giacomo Galeazzi, vaticanista de La Stampa y autor de una magistral investigación, “Wojtyla secreto”, en “sus 25 años del pontificado ningún obispo latinoamericano ligado a la acción social o a la Teología de la Liberación fue nombrado cardenal por Juan Pablo II”. La respuesta está en una frase de otro de los más dignos representantes de la “Iglesia de los pobres”, el fallecido arzobispo brasileño Hélder Câmara: “Cuando alimenté a los pobres me llamaron santo; pero cuando pregunté por qué hay gente pobre me llamaron comunista”.

El show universal de la canonización ya fue lanzado. La prensa blanca de Europa tiene la memoria muy corta y su cultura del otro es estrecha como un pasillo de hospital. Todos celebran el gran papa.
Se ha promovido a la categoría de santo a un hombre que tiene las manos sucias, que ha cometido la infamia de encubrir a violadores de niños, de besar a dictadores y legitimar con ello el tendal de muertos que dejaban en el camino, de negociar beneficios con la mafia, que ha sacrificado en nombre de los intereses de una parte de un continente, el este de Europa, la misericordia y la justicia de otros, entre ellos los de América latina. Se canoniza a un embaucador. El colmo de la ligereza, del error inmemorial. ¿Ante quién se arrodillarán en adelante las víctimas de los abusadores sexuales y de las dictaduras? Podemos levantar todos juntos un lugar apacible y justo en la memoria con las imágenes del padre Mugica o de monseñor Romero para reencontrarnos con la beatitud y el sentido de quienes, por un ideal de justicia e igualdad, enfrentaron la muerte sin pensar nunca en sí mismos o en bajos beneficios humanos.

Gracias a: SURYSUR

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